jueves, 26 de abril de 2012

LA SOLEDAD, UN BIEN INFRAVALORADO


La soledad  es un bien infravalorado. Tiene mala reputación, y eso contribuye a que con sólo presentirla a la mayoría de los seres humanos se les erice el vello de la nuca. Es demasiado a menudo contemplada desde una perspectiva negativa, como si se tratara de un fantasma que amenaza con caer sobre nosotros en cualquier momento, envolviéndonos en un aura de tristeza y pesimismo.

Por supuesto que no puede negarse la carga que supone para aquellos que, obligados por las circunstancias personales o sociales, se ven abocados a ella. Aquellos para quienes vivir aislados del resto no ha sido una decisión tomada de manera voluntaria y llegan a padecer los síntomas de una soledad impuesta sufriendo ansiedad, miedo, angustia o desesperación.

Pero como cada cosa en la vida, bien administrada y gestionada la soledad resulta un patrimonio de valor incalculable. Que se lo digan, si no, a una madre de familia numerosa, al camarero de una discoteca de moda, o a uno de esos corredores de bolsa sometido a largas jornadas de cotizaciones.

Me gusta estar solo. Caminar sin rumbo fijo, perdido en mis cavilaciones. Reflexionar sentado frente a un agradable paisaje, dejando que la brisa alborote mis cabellos. Entrar en contacto con el tibio sol, permitiéndole que me caliente los huesos y recibiendo una dosis de vitamina D. O tumbarme bajo la hechicera luz de luna, imaginando cuántos antes que yo habrán tratado de hacer recuento de las estrellas.

Me complace ese momento único en que las palabras sobran. Basta fundirse con la vida que nos rodea, mirar hacia el interior, para encontrar esa paz que con demasiada frecuencia se nos va de las manos. Es fácil que de ese silencio escogido brote un diálogo mudo en que un solo interlocutor se lo dice todo.
DONAIRE GALANTE

jueves, 12 de abril de 2012

DIETA A MEDIDA

            Una mesa más larga que la trenza de Rapunzel atraviesa la lóbrega estancia. Alrededor, la prole de huesudos vampiros canturrea una tétrica melodía mientras se afila los colmillos con malévola complacencia. Aguardan impacientes el comienzo del banquete, del que, según parece, yo soy el plato principal.
            Sobre una enorme bandeja, atado de pies y manos, me introducen en el comedor para situarme en el centro de la mesa. Contemplo con horror decenas de ojos tan rojos como rubíes y bocas de dientes relucientes que babean intermitentemente ante el inminente festín.