La soledad es
un bien infravalorado. Tiene mala reputación, y eso contribuye a que con sólo
presentirla a la mayoría de los seres humanos se les erice el vello de la nuca.
Es demasiado a menudo contemplada desde una perspectiva negativa, como si se
tratara de un fantasma que amenaza con caer sobre nosotros en cualquier
momento, envolviéndonos en un aura de tristeza y pesimismo.
Por supuesto que no puede negarse la carga que supone
para aquellos que, obligados por las circunstancias personales o sociales, se
ven abocados a ella. Aquellos para quienes vivir aislados del resto no ha sido
una decisión tomada de manera voluntaria y llegan a padecer los síntomas de una
soledad impuesta sufriendo ansiedad, miedo, angustia o desesperación.
Pero como cada cosa en la vida, bien administrada y
gestionada la soledad resulta un patrimonio de valor incalculable. Que se lo
digan, si no, a una madre de familia numerosa, al camarero de una discoteca de
moda, o a uno de esos corredores de bolsa sometido a largas jornadas de
cotizaciones.
Me gusta estar solo. Caminar sin rumbo fijo, perdido
en mis cavilaciones. Reflexionar sentado frente a un agradable paisaje, dejando
que la brisa alborote mis cabellos. Entrar en contacto con el tibio sol,
permitiéndole que me caliente los huesos y recibiendo una dosis de vitamina D.
O tumbarme bajo la hechicera luz de luna, imaginando cuántos antes que yo
habrán tratado de hacer recuento de las estrellas.
Me complace ese momento único en que las palabras
sobran. Basta fundirse con la vida que nos rodea, mirar hacia el interior, para
encontrar esa paz que con demasiada frecuencia se nos va de las manos. Es fácil
que de ese silencio escogido brote un diálogo mudo en que un solo interlocutor
se lo dice todo.
DONAIRE GALANTE