Una mesa más larga que la trenza de Rapunzel atraviesa la lóbrega estancia. Alrededor, la prole de huesudos vampiros canturrea una tétrica melodía mientras se afila los colmillos con malévola complacencia. Aguardan impacientes el comienzo del banquete, del que, según parece, yo soy el plato principal.
Sobre una enorme bandeja, atado de pies y manos, me introducen en el comedor para situarme en el centro de la mesa. Contemplo con horror decenas de ojos tan rojos como rubíes y bocas de dientes relucientes que babean intermitentemente ante el inminente festín.