¿Inspiración o disciplina? 

¿Cuántas horas de trabajo diario son precisas para concluir con éxito una novela?
¿Ha de tener el autor una sede física para llevar a cabo su tarea?
¿Se parte necesariamente de una experiencia previa o es la imaginación la que sostiene el hilo argumental de su obra?
Muchas y obligadas son las preguntas que, al pensar en la profesión de escritor, acuden a nuestra mente.
No obstante, las respuestas son difícilmente generalizables pues existen tantas y tan diversas como clases de escritores hay.
No hay un prototipo de escritor como no hay una literatura única. Existe el apacible contador de historias que ejerce de guía espiritual llevándonos de la mano hacia la prometida liberación. Es el caso de autores como Coelho, Bucay o Joan Brady, gurús de la felicidad soñada. También están el bohemio, el díscolo, el aventurero (Salgari, Verne, Twain), el de orígenes humildes (Miguel Hernández, Rubén Darío) frente al bien situado o de buena familia (Scott Fitzgerald, Tolstói); los hay que fueron aburridos empleados burocráticos antes de dedicarse en exclusiva a la escritura como Kafka, o los que ejercieron oficios de lo más variopinto para sobrevivir hasta que despuntaron en el panorama literario (Jack London, Orwell, Gorki).
Multitud de personalidades, tantas como estilos, y diferentes modos de acometer su trabajo.
Lo que los une a todos, sin embargo, es la capacidad para transmitir y esa facilidad para convertir mediante simples palabras una idea en una historia maravillosa.
Crear mundos paralelos al nuestro en los que perderse cuando nuestras propias circunstancias nos superen es lo que otorga glamour al celebrado oficio de escritor.