En algunas partes del mundo quedaban todavía niños
incrédulos resueltos a poner en duda la magia de la Navidad. Taponar
las chimeneas, esconder los calcetines o beberse el licor destinado a unos sedientos
Reyes eran sólo algunas de las travesuras con las que estos pequeños demonios
ponían a prueba año tras año a sus graciosas Majestades. Se trataba de niños
obstinados, reacios a soñar. Niños con tanta prisa por crecer como las amapolas
en primavera.
Este año Pepo se había sumado al grupo de pícaros, y
no veía la hora de que llegara la noche del cinco de Enero para pillar in
fraganti a los famosos Reyes y acabar de una vez por todas con esa leyenda que
los había convertido desde hacía décadas en misteriosos amigos de los niños de
gran parte del Planeta.
Para sobrellevar las incomodidades de una noche en
vela, Pepo se había hecho con todas las reservas de café de la despensa. A
puñados se metió los granos en la boca, a pesar de que las arcadas a punto estuvieron
de dar al traste con su propósito. Había asegurado los pestillos de puertas y
ventanas porque confiaba en que el ruido que forzosamente harían los tres Magos
al tratar de abrirlas lo desvelaría en caso de que Morfeo le jugara una mala
pasada.
Y, por último, tenía preparada la cámara de fotos para inmortalizar el
momento en que sus Majestades se aspaventarían, llevados por la sorpresa.
Estaba, en conclusión, listo para destapar el gran secreto. Ese que durante
generaciones había dotado de una popularidad inmerecida al trío de hombres. Si
alguno antes que él se hubiera devanado los sesos habría obtenido su momento de
gloria. El que ahora estaba reservado a Pepo gracias a su astucia y valentía.
Poco le importaba renunciar a sus regalos. La recompensa era mucho más jugosa
que simples muñecos y juegos de mesa.
Pepo dejó pasar las horas acunado por el tictac del
reloj de su dormitorio. No podía calcular el tiempo que tardaría en lograr su
objetivo, aunque sospechaba que los Reyes aparecerían más tarde que temprano en
escena. Aguardó pacientemente, con los ojos tan abiertos como el sueño le
permitía, y hasta tuvo la impresión de que sus orejas habían tomado la forma de
las de un murciélago por lo bien que sus oídos detectaban cada sonido producido
alrededor.
El inconfundible golpeteo de los cascos de unos
animales sobre la calzada lo impulsó a levantarse de un salto. Se alejó de la
cama a la velocidad del rayo y bajó las escaleras como gacela perseguida por
una fiera. Más que correr volaba en su ansia por alcanzar el salón a tiempo de
descubrir el truco tan celosamente guardado. Nadie podía llegar a tantos sitios
en una sola noche. Era más que seguro que los Reyes debían utilizar emisarios
para repartir sus regalos en aquel tiempo récord. Y ahí estaba Pepo, dispuesto
a llevar la noticia a todos los rincones.
La puerta del comedor había sido atrancada por dentro
y Pepo pasó unos angustiosos minutos luchando en vano contra el pestillo. Lo
golpeó, trató de forzarlo. Pero éste sólo cedió unos momentos después, justo en
el preciso instante en que una ráfaga de viento azotaba los cristales de las
ventanas, dejando tras de sí un rastro de olor a incienso y mirra. Sintió un balido
al otro lado de la calle, pero al asomarse no alcanzó a ver más que una estela
de estrellas que titilaban en la noche oscura.
En la habitación brillaban los
envoltorios de los regalos alrededor de la chimenea, en dura competencia
luminosa con las luces navideñas. Junto al Belén reposaban los vasos de licor
que habían sido formalmente vaciados, y los zapatos rebosaban de dulces y
caramelos. En letras doradas alguien había escrito un mensaje en el espejo:
“LA MAGIA EXISTE. NOS VEMOS EL
PRÓXIMO AÑO, QUERIDO PEPO”.
Desde aquel día Pepo no ha dejado de ser niño y su pasatiempo
preferido es soñar despierto.
DONAIRE GALANTE
¡Hombre! se hubiera merecido quedarse sin nada por cabroncete, pero bueno, es lo que tiene la navidad. Un abrazo y feliz año
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