El puesto más visitado del
mercado durante aquel verano resultaba, sin lugar a dudas, el de los besos.
Tanto que ya se disparaban en las quinielas las apuestas a favor de Flor, la
hija de la dueña, como ganadora del honroso título de mejor vendedora del año.
Flor
servía su mercancía de lunes a domingo, desde que salía el sol hasta la caída
de la tarde: besos de diferentes sabores, de colores impensables, incluso de
olores varios. Tenía besos personalizados según el destinatario: besos para
galanes incorregibles, besos para jovencitos desaforados y para tímidos
imposibles. Besos para chicas inexpertas y besos para maduras amas de casa a la
caza de sensaciones nuevas.
Despachaba
también besos de padre, de abuela, de amigo o de simple conocido, besos de
mascota, besos de mar, de viento y de sol; también besos de distinta velocidad,
desde muy rápidos a los más lentos del mundo, besos que eran como suaves
caricias que apenas rozaban el rostro y besos profundos, largos e inolvidables
como una noche bajo las estrellas. Besos, en definitiva, heterogéneos y, en
algunos casos, radicalmente opuestos, pero todos igualmente deliciosos.
Pero
lo mejor de la cuestión era el modo en que Flor los servía, pues utilizaba una
suerte de tarjetas floridas y perfumadas capaces de robarle a uno el sentido, y
ahí es donde, según comentaban los entendidos, radicaba el secreto de su éxito.
Una
tarde de agosto ocurrió algo que cambió el destino de Flor. La chica estaba a
punto de cerrar el puesto: aquel día había repartido besos hasta quedarse sin
aliento. La habían visitado los dos grupos de escolares cuyos autobuses se
habían detenido en el pueblo de camino a la playa. Pilar, la pescadera, y sus
dos hijas; Tomás, el capitán de la guardia civil, Rosalinda, la alemana y
Antúnez junto a otras dos familias, además de unos cuantos curiosos que, después
de combatir las reticencias iniciales, se habían atrevido a tantear el
producto.
Un apuesto
forastero se dirigió hacia la tienda y la abordó con desparpajo, y su arrojo
fue tal que, en menos tiempo del que se tarda en decir mu, le había robado a Flor un beso extraño y precioso, un beso
desconocido hasta el momento, uno del que la experta besadora no había
dispuesto jamás en su negocio.
Desde
aquel día Flor se vio obligada a colgar en el escaparate un letrero que rezaba
“Cerrado por vacaciones” que todavía hoy, treinta años después, sirve para
disuadir a los buscadores de besos de su propósito de probar uno de labios de Flor.
Y es que la española cuando besa, bueno ya lo sabes y es que los mejores besos se quedan al calor del hogar.
ResponderEliminarUn casto beso para ti