Anoche soñé con aquella playa donde solíamos pasar los veranos. Atardecía
y apenas quedaban unos pocos grupos de personas rezagados sobre la arena,
colocados mirando al sol que arrastraba sus últimos rayos en su lento caminar
hacia otro día. Más allá cuatro o cinco pescadores se alineaban frente al agua.
Con trabajo mantenían la vista al frente luchando contra el deseo de contemplar
la puesta de sol que se avecinaba. Del mar escapaba una extraña quietud,
aparecía tan compacto y uniforme como un enorme lago helado durante el
invierno. No soplaba la brisa ni se oía más sonido que el de mi propio corazón
que se agitaba dentro de mi pecho.
De repente el ladrido de un perro irrumpió en medio de aquel ambiente
perezoso y Jerry vino hacia mí, tan majestuoso en sus movimientos como siempre
y desafiando a la arena blanda que parecía querer tragarse sus patas mientras
avanzaba. Detrás venías tú, las mejillas encendidas por la carrera y esa
sonrisa torcida de la que jamás te sentiste orgullosa pero que a mí me
transportaba al paraíso. Quise ir a tu encuentro pero la misma calma chicha que
invadía la playa se había apoderado de mí, así que tuve que conformarme con ver
cómo recorrías la distancia que nos separaba conteniendo el aliento.
Estabas a punto de alcanzarme cuando se produjo un gran estruendo: el
cielo se tiñó de tonos ocres y anaranjados, igual que aquellos que despiden al
sol antes de la llegada de la noche, y sobre mi piel caían unas gotas espesas
de una lluvia insólita del color de la sangre. Todos habían desaparecido y tú
tampoco estabas. Otra vez te habías ido, otra vez me habías dejado para
siempre.
Desperté sobresaltado y tomé entre mis manos la fotografía que nos
hicieron el último año que estuvimos en aquel pueblo: la playa todavía seguía
allí y yo te contemplaba con mirada soñadora… pero tú ya no sonreías.
A mi la playa no me trae ningún recuerdo, en todo caso el río de mi infancia, la misma melancolía y el mismo final
ResponderEliminarUn beso